19.1. Reconquista: Una palabra, una historia
Sí, lo digo sin tapujos: Reconquista. Esa palabra que a algunos les hace ponerse colorados y a otros les brillan los ojos. Una palabra que resume siglos de luchas, de avances y retrocesos, de convivencias y conflictos. Una palabra que define la historia de España y que, nos guste o no, forma parte de nuestra identidad.
Algunos prefieren hablar de «expansión cristiana», de «avance hacia el sur», o de cualquier otro eufemismo que suene más «políticamente correcto». Pero yo no me ando con rodeos. La Reconquista fue lo que fue: una lucha de los reinos cristianos del norte por expulsar a los musulmanes de la Península Ibérica y recuperar el control de su territorio.
La Reconquista fue un proceso fundamental en la formación de España como nación. Fue la forja de una identidad, la creación de un imaginario colectivo que ha perdurado hasta nuestros días.
Y a mí, personalmente, me enorgullece esa historia. Me enorgullece la valentía de aquellos que lucharon por su tierra y su fe, la tenacidad con la que resistieron durante siglos, la capacidad de superación que demostraron frente a la adversidad.
Así que, si alguien se siente ofendido por el término «Reconquista», lo siento mucho. Pero yo no voy a renunciar a mi historia, ni a mi identidad. La Reconquista es parte de lo que somos, y no debemos avergonzarnos de ello. Y si, los musulmanes eran lo más parecido a lo que hoy denominamos “okupas”, que le vamos a hacer.
19.2. Alfonso I: El rey que forjó un reino
Y es que, mientras en Al-Ándalus se vivía esa situación de caos e inestabilidad, en Asturias un nuevo rey se alzaba con la firme intención de consolidar el reino y liderar la Reconquista. Alfonso I, yerno de Don Pelayo, asumió el trono con una visión clara: expandir las fronteras, fortalecer el poder cristiano y expulsar a los musulmanes de la Península Ibérica.
Este clima de inestabilidad y conflicto fue un factor clave en el éxito de la Reconquista. Los musulmanes, enfrascados en sus propias rencillas, no pudieron dedicar todos sus recursos a sofocar la rebelión en el norte. Y eso dio tiempo a Don Pelayo y a Alfonso I para consolidar su poder, expandir su territorio y organizar un ejército.
Además, el Reino de Asturias se nutrió de un flujo constante de refugiados cristianos que huían del dominio musulmán en el sur. Campesinos, artesanos, clérigos… buscaban refugio y libertad en las montañas del norte. Este éxodo masivo no solo aumentó la población del reino, sino que también reforzó su identidad cristiana y su espíritu de resistencia.
Don Pelayo falleció en el 737, dejando el trono a su hijo Favila. Pero el reinado de Favila fue breve. Dos años después, murió atacado por un oso durante una cacería. Con su muerte, el reino se sumió en una breve crisis sucesoria que se resolvió con la llegada al poder de Alfonso I, hijo de Pedro de Cantabria y yerno de Don Pelayo, quien había desposado a su hija Ermesinda. De esta forma, la dinastía de Don Pelayo se perpetuaba a través de su hija.
Alfonso I, con inteligencia y aprovechando las oportunidades, no necesitó afianzar su liderazgo, al tener un apoyo sólido por herencia y matrimonio, se lanzó directamente a la expansión. Contó con la inestimable ayuda de su hermano Fruela, un guerrero brillante cuyo solo nombre producía terror entre sus enemigos, y que lideró importantes incursiones en territorio musulmán. Alfonso I reconoció la valentía y la habilidad militar al punto de poner su nombre a uno de sus hijos, en honor a su hermano Fruela. Juntos, aprovecharon la debilidad de Al-Ándalus para lanzar una serie de ofensivas que les permitieron conquistar Galicia, León y parte del valle del Duero.
En paralelo, llevó a cabo el traslado de la corte y capital a Oviedo, que podía ser defendida mucho mejor que Cangas de Onís y que, además, había sido una importante ciudad romana, con lo que reforzaba la idea de continuidad con la tradición hispana. Con esta decisión, el Reino de Asturias ganaba en prestigio y en capacidad de organización.
19.3. Repoblación
En poco tiempo, el Reino de Asturias había pasado de ser un puñado de rebeldes escondidos en las montañas a un reino consolidado y en expansión, que incluso repoblaba los territorios conquistados con cristianos del norte. Lo realmente reseñable es que estas repoblaciones eran iniciativa de los propios agricultores y monjes, sin ningún tipo de respaldo o soporte militar. Simples familias o grupos de monjes que buscaban una tierra propicia y, utilizando el azadón en una mano y la espada en la otra, se disponían a instalarse.
No se trataba, desde luego, de una cesión de tierras por parte del rey o de algún noble, sino más bien de un permiso o un apoyo tácito a la repoblación de tierras «fronterizas» con poca presencia musulmana. Pero claro, tenían que aguantar las incursiones de los musulmanes, que se dedicaban, por aquellos tiempos, al poco noble arte del saqueo. Lo usual era que tuvieran algún sistema para alertar de la llegada de partidas de musulmanes armados y corrían a refugiarse y esconderse en algún bosque próximo. Una vez pasado el peligro, se disponían a volver a empezar, que, como era de suponer, los musulmanes habían arrasado y robado todo lo que pudieron.
Así se forjó el espíritu de unas gentes que luego, con el paso del tiempo, acabarían conquistando un Imperio.
